sábado, noviembre 8

Despedida



Hace dos días, cuando regresamos a casa después de decirte adiós para siempre, encontramos nuestro mundo cubierto de purpurina. Esa misma que brillaba en el aire hace unos días, hoy parecía haberse asentado por todas partes, conviertiendo lo cotidiano en irreal.

Ayer, en cambio, la nieve volvió a caer, cubriendo la purpurina con un nuevo milagro. De nuevo los copos volvían a ser perfectos, pero esta vez también eran enormes. Se acumulaban unos sobre otros como pequeñas láminas cristalinas caídas en todas direcciones, dando a la nieve una sensación geométricamente esponjosa. Suena curioso, sí. Igualmente curioso se veía.

Estas dos experiencias visuales son poco frecuentes y por ello resulta imposible acostumbrarse a ellas. Lo mismo ocurre cuando no queda más remedio que despedirse para siempre de alguien sin haberle llegado a conocer siquiera. ¿Quién puede acostumbrarse?

Esta despedida ha sido especialmente dura porque a pesar de no conocerte ni haberte aún llegado a sentir, ya había empezado a quererte y comenzaba a hacerte un hueco en nuestra pequeña familia. Hueco que, aunque chiquito como eras cuando te fuiste, será tuyo para siempre por mucho que ya no estés ni vayas a regresar jamás.

Hay muchas maneras de lidiar con la tristeza, cada una de ellas personal aunque a veces transferible. Una de mis maneras es añadirle belleza. La belleza de las cosas pequeñas que se encuentran en todas partes, esas a las que hay que prestar un poco de atención para que no pasen desapercibidas. No la hace desaparecer, pero la transforma y ayuda a hacerla más llevadera.

Igual que no tengo imágenes de la nieve de estos días, tampoco tengo imágenes de tí. Ambas quedáis para siempre en mi memoria. Hasta siempre.