Por este verano, se acabó la pesca. Algún que otro optimista aún pasa ratos a la vera del río, no sé bien si pescando salmones, o tal vez un resfriado con categoría de gripe porcina, que dicen que ya ha llegado hasta el pueblo. Pero lo que soy yo, me he retirado; por este verano, y hasta quién sabe cuando, porque la etapa de Alaska ya va tocando a su fin.
El primer verano que pasé aquí, el proceso de la pesca de subsistencia y el consiguiente ahumado, lo hizo mayoritariamente David, acompañado de su amigo David. Sí, medio pueblo se llama David, son así de originales. Con la excusa de Naím, que de aquella tenía poco más de un añito, me libré de pasarme horas y horas limpiando pescado a la orilla del río, con las manos congeladas y devorada por los mosquitos. No me hacía mucha gracia el plan, lo confieso, y es que de aquella yo aún era una chica de ciudad. El segundo verano, aunque ya bastante más asilvestrada, los mosquitos pudieron de nuevo conmigo y huí despavorida con mi niño a mi paraíso de la costa gallega. Ahí al menos los mosquitos salen a horas decentes y no incordian demasiado. Cuando regresé disfruté mucho pescando, pero el trabajo duro del ahumado ya lo habían hecho de nuevo los Davides. Este tercer verano, en cambio, me lo tragué enterito y confieso que lo disfruté como una enana, con mosquitos y todo. Lo cual me hace preguntarme si volveré a ser alguna vez la chica de ciudad que yo era hace tres años.
En esta zona de la Alaska rural, a la que por cierto y dicho sea de paso, "Españoles en el Mundo" no quiso acercarse por quedarles un poquito a desmano de la zona civilizada, puedes legalmente hacer lo que llaman pesca de subsistencia. Así que una preciosa tarde de Julio, salimos con Mike y su novia al río a pescar. Mientras se soltaba la red desde el barco, nos dejamos llevar río abajo por la corriente. La red poco a poco iba dando saltitos, uno por cada pobre salmón que había acabado literalmente en nuestras redes. Cuando nos pareció que la red botaba lo suficiente comenzamos a recogerla y desenmarañar el caos de peces e hilo que subía del agua. Regresamos a casa contentos con una veintena larga de salmones variados, y un salmonazo King, apodado "El Monstruo”, que doblaba a todos los demás en tamaño. Era el más grande que había visto hasta entonces y tuve el honor de hacerle los honores.
Nos organizamos bien, cual fábrica de producción en serie. Comenzamos entre tres a destripar y filetear, mientras David ultimaba los detalles logísticos de las siguientes partes del proceso.
Mientras unos cortábamos en tiras, otros atábamos una tira a cada extremo de un cordel. Y de ahí, de cabeza a la salmuera. Eso sí, una vez encontrado el punto justo de azúcar y sal, ese donde flota la patata en el agua. Un par de minutos a remojo y a colgarlas de unas ramas que luego subimos directamente cerca del techo del ahumadero. Las ramas van colocadas a una altura tal, que si entrase un oso de tamaño medio, teóricamente no alcanzaría a robarnos la despensa. Y es que los osos ladrones no son cosa nada infrecuente por estos lares.
Pescar no sé cuando volveré a pescar, pero sí sé que es una de las cosas que más echaré de menos de Alaska. Tal vez algun día vuelva a hacerlo, pero sé que después de la abundancia de este río, cualquier otro me va a parecer poca cosa.
Si vuelvo a pescar algún día, será realmente una lección que me ayudará a seguir disfrutando de las cosas pequeñas de la vida.