Hoy finalmente hemos recuperado del todo nuestra preciosa casita. Figurativamente, pero así se siente. No es que nos hayamos ido a alguna parte, todo lo contrario. Cuarenta y cinco bajo cero no dan para mucho salir. Pero hemos recuperado un espacio perdido hace diez días y sobre todo, lo más importante, hemos recuperado el fuego.
Dos días antes de Nochebuena tuvimos un incendio en el tiro de la chimenea. Según el bueno de Pedro, el jefe del cuerpo de bomberos del pueblo, lo nuestro fue un caso típico. Nuestro tiro sale del lado de la casa, justo encima del tejadito de la entrada, se extiende como medio metro hacia delante y gira hacia arriba. Ese recodo es el punto perfecto para la acumulación de la creosota residual. Y deshollinar, deshollinamos. Vive dios que deshollinamos regularmente. Pero la nieve acumulada en el tejadillo enfría el tiro en cuanto sale, de manera que los residuos se solidifican y arden muy fácilmente. Y ardieron, vaya si ardieron.
Nos llamó una vecina como a las siete de la tarde: "Te salen llamas de la chimenea." Tardé unos segundos en enterder qué era lo que estaba realmente queriéndome decir. Y de repente todo eran prisas. !Llama a los bomberos! !Busca el extintor! David corrió, extintor en mano, al piso de arriba, y salió en zapatillas por la ventana al tejado nevado. Salían unas llamaradas de la chimenea que daba gusto verlas. En cinco minutos teníamos la casa llena de gente. Todo el equipo de bomberos del que ya hablé una vez, los Dragon Slayers, hicieron su aparición trayendo un extintor para enfríar el tiro que a estas alturas, ya sin llamas, estaba aún al rojo vivo. Quedó para el arrastre, agujereado e inservible. Nosotros, en cambio, agradecidos, aliviados y felices de que todo se hubiese quedado en un susto. Si no llega a darse cuenta la vecina a tiempo, podríamos habernos enterado cuando hubeise empezase a arder el cuarto pequeño, el del niño. Y por ahí, la historia hubiera tomado un cariz mucho más dramático.
Decidimos dejar de usar la estufa de leña hasta que hubiéramos reparado el tiro. No nos quedó más remedio que empezar a tirar de la estufa de gasóleo, cosa que evitamos hacer en la medida de lo posible. En estas tierras, en pleno invierno polar, por muy moderada que pretendas mantener la temperatura de la casa, al menos has de evitar que se congelen las cañerías. Para eso, y si no te calientas con leña, no queda más remedio que mantener la estufa encendida 24 horas al día: consumiendo gasóleo, chupando electricidad y por ende consumiendo más gasóleo, y echando humos, muchos humos. No es difícil imaginar que la energía cambió en la casa totalmente.
Llegó la Nochebuena y con ella una nevada de medio metro que auguraba unas temperaturas decentes para las fiestas. Pero no, no era más que uno de tantos vaciles meteorológicos, porque a los dos días los termómetros dieron un bajón casi tan estrepitoso como la economía mundial en estos meses. De un día para otro, nos despertamos a 38 bajo cero y sin agua fría en la casa. Curiosamente sí había agua caliente, lo que nos hizo pensar que en algún lugar por allá detrás de la bañera, la cañería del agua fría se había congelado. No era raro, porque cada charquito que Naím había dejado en el suelo del baño la noche anterior estaba convertido en una pista de patinaje para mosquitos. Con la ayuda de la calefacción, una estufa eléctrica, y la ducha caliente a todo meter, logramos reproducir la atmósfera de una selva tropical en plena estación húmeda dentro de nuestro cuarto de baño. Después de casi siete horas, logramos por fin descongelar la cañería.
Las temperaturas continuaron de esta guisa, llegando a 45 bajo cero. Con esos fríos, no enciendía el quad, ni tampoco la camioneta que nos dejaron hace unos días. La moto de nieve sí encendió, previo calentamiento de hora y media con un secador de pelo colocado estratégicamente debajo de una manta. Tecnología punta. La oficina de David se congeló, así que se trajo los bártulos a casa y montó su despacho en la habitación. La guardería también se congeló. Randi salía a haer sus necesidades en 0'5 secundos exactamente. Y la Tola, ya en Octubre cuando cayó la primera nevada, había dicho que la avisáramos en Mayo cuando pudiese volver a salir a cazar ratones. Yo, por mi parte, decidí que era el momento ideal para agarrarme una generosa amigdalitis.
El frío se colaba por la puerta de la cocina de una manera que ponía los pelos de punta. Así que para no andar por ahí con los pelos disparados, le colocamos una mantita a la puerta. Así pretendíamos frenar un poco a un tal Gelator, dios del frío, que incansable embestía contra la casa, colándose sin permiso por cualquier rendija. A pesar de todos nuestros esfuerzos, la temperatura abajo, cerca de la puerta de la cocina no subía de un par de grados o tres. En el resto de la planta baja como mucho, lográbamos unos diez. Aunque eso realmente dependía de la altura de cada quien. David disfrutaba de unos grados más que yo, y los dos de bastates más que Naím, que el pobre, con dos años, aún es un poco bajito. Agua que caía en el suelo, agua que al rato estaba congelada. No daban muchas ganas de ir descalza, la verdad. Arriba en cambio, en camiseta de tirantes y pantalón corto porque rozábamos los 30 grados. Y eso que hay un ventilador instalado que supuestamente chupa aire de arriba y lo manda por un tubo al piso de abajo. Pamplinas. Lo mismo podríamos haber tenido un abanico, para lo que nos sirvió.
Totalmente concienciados y preparados para pasar unos días sin salir de casa, montamos el campamento base en los 26 metros cuadrados del piso de arriba. Bajábamos a cocinar y al baño. Tres personas de una misma familia encerradas durante casi diez días en un espacio tan pequeño puede ser toda una experiencia. Podría esperarse cualquier cosa de una situación que a simple vista incluso yo juzgaría como claustrofóbica. Sorprendentemente, y lo digo con una sonrisa en el alma de oreja a oreja, fue una experiencia preciosa.
Hoy finalmente llegó el nuevo tiro de la chimenea, y con él un subidón del mercurio de más de 20 grados. Parar de una vez la estufa de gasóleo, volver a encender fuego y recuperar la planta baja de la casa, ha sido como recuperar un espacio perdido y a la vez darse cuenta de que no habías tenido ni tiempo de echarlo de menos. Supongo que estas cosas pasan cuando uno se centra en vivir y disfrutar el presente, independientemente de las circunstancias.